lunes, 9 de diciembre de 2013

Valentina

La primera vez que nos vimos, hacía mucho frío. El día más frío del año 2003. Tenía la cabeza hecha un lío, había pasado toda la mañana con mis compañeros de la preparatoria en un jardín de niños, jugando con pequeñitos muy pobres y con discapacidades; y aunque traté en aquella visita de prestar toda mi atención y de pasar un rato agradable con todos esos pequeñitos, mi corazón no dejaba de pensar que en esos mismo instantes yo tenía a una madre de 40 años en el hospital, lista para dar a luz, en parto natural, a mi segunda hermanita. Yo le pedía a Dios que todo fuera bien, que no hubiera peligros para ninguna de las dos. Y entonces a eso de las 2 con 5 de la tarde, cuando yo iba llegando al hospital muy apurada después de la excursión escolar, me dijeron que todo había salido bien, que ya había nacido la pequeña Valentina.

 Esperé con toda la familia que ya estaba ahí reunida y a la expectativa. Todos nos moríamos de frío y de nervios. Y entonces salió la camilla que llevaba a mi pobre mamá, cansada y feliz, como todas las heroínas que dan a luz a sus hijos en este mundo. Y junto a ella, en una cunita con ruedas iba Valentina, blanca como la cera, y sólo las mejillas rojas como dos manzanas. Era tan pequeñita, que parecía de juguete. Entramos mi papá, mi hermana Frida y yo a la habitación y ya que el doctor y las enfermeras se retiraron nos quedamos con ellas, para verlas y cuidarlas. Salíamos a intervalos para no llenar la habitación de gente, porque todo el resto de la familia quería estar ahí para darle la bienvenida al nuevo miembro de la familia.

 El nacimiento de Valentina lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Tenía 16 años, aún luchaba contra el acné y el cabello rebelde, me iba bien en la escuela, y la vida era mucho, mucho más sencilla. Frida tenía 10 años y unas mejillas muy redondas que enmarcaban su sonrisa eterna, una sonrisa y un buen humor que hasta el día de hoy podrían iluminar a la humanidad entera. Las dos nos sentíamos maravilladas con la llegada de un bebé a la casa, no de un hermano que hiciera competencia y nos quitara nuestras cosas, sino de un bebé, de un bultito chiquitito que podríamos usar para jugar a las mamás y a la casita.

 Habían pasado un par de horas desde que las llevaron a la habitación. Mi tía Chelo y yo hacíamos guardia cuidando a la mamá que dormía y al bebé que no se había dignado a abrir los ojos en todo el rato, y que respiraba como una maquinita haciendo un sonidito apenas perceptible y muy acompasado. Entonces entró el pediatra, para hacer la revisión del “nuevo ejemplar” y entregar su reporte. Como buen profesional entró y arrebató a Valentina del más profundo sueño. La desvistió, pero ella no lloró ni se preocupó por nada. Le revisó la cadera, los brazos, los pies, le tocó la cabeza, le miró y remiró, y al parecer todo estaba en orden. La pequeña nunca se inmutó, no lloró, ni siquiera abrió los ojos para enterarse de la invasión médica. Entonces el doctor nos miró a mi tía y a mí y dijo: Todo está muy bien, ahora regreso, ya la pueden vestir. Y salió cerrando la puerta tras de sí.

 Ambas nos levantamos y yo esperaba recibir mi primera lección sobre cómo vestir bebés, cuando mi tía, tal vez como parte de la lección, o tal vez por el mismo nervio que me invadía a mí, me dijo algo parecido a: Vístela mi vida, anda.

 Y entonces me quedé helada. Yo. Yo tenía que manipular ese cuerpecito tan frágil con mis manos tan tontas y adolescentes. ¿Y si se me rompía? ¿Y si la hacía llorar? Pero entonces supuse que como la hermana mayor, ese sería un trabajo que me tocaría hacer incontables veces de ahora en adelante. Un trabajo que con Frida jamás hice porque ella y yo nos llevamos pocos años de diferencia y nunca tuve que cuidarla, sino que nos cuidaban a las dos.

 Miré a Valentina que estaba desnuda y rosadita en el pie de la cama junto a nosotras. No lloraba. No podía tardarme mucho porque le daría frío, así que puse manos a la obra. Le puse los calcetines cuidando de no torcerle los diminutos deditos que se apelmazaban alrededor del pie, apenas más grande que una nuez. Le puse el pañalito así como se los ponía a mis muñecas cuando era pequeña. Y a continuación tenía que ponerle la ropa interior y el mameluco. Tamaña empresa. Como mínimo calculaba un brazo torcido y un dedo roto. Estaba aterrada.

 Entonces le metí las manos por detrás de la espalda y sostuve su cuello para alzarla y poder meterle el pañalero por la cabeza y los bracitos. Y ahí fue cuando pasó.

 Lo hice muy gentilmente, pero el movimiento la hizo reaccionar. Abrió los ojos.

 Eran los ojos más grandes que había visto en toda mi vida, grises, como todos los bebés los tienen cuando nacen. Pero no fueron los ojos, fue la mirada. Valentina me miró, con sus enormes ojos, y así se quedó unos segundos, mirándome, casi me atrevería a decir que reconociéndome. Me dejó pasmada. Yo le sonreí, y me incliné hacia ella despacio, y le dije muy bajito: ¡Hola nena!, soy Yuri. Valentina me observó un par de segundos más, o a lo mejor un poco menos, pero a mí se me hizo una eternidad, y muy tranquila volvió a cerrar los ojos para seguir reposando. Y sólo eso hizo falta. Con esa mirada me atrapó para siempre.

 Eso ocurrió exactamente hace 10 años, un 10 de diciembre. Valentina cumple hoy 10 años, y yo no estoy con ella. Y esa ausencia quizá me hace poner en duda todo el propósito de este viaje, pero al mismo tiempo me recuerda que es mi deber forjar un buen futuro para mí y para mis dos hermanas.

 Valentina es la más pequeña de la casa, pero es la más inteligente. Siempre nos sabe convencer con sus palabras, siempre nos asombra con sus reflexiones tan maduras sobre la vida y sobre las personas. Es como nosotros, lectora voraz, cinéfila, melómana, politizada, contestataria, con un corazón tan grande como sus ojos, con tendencias de izquierda a sus 10 años; una candidata perfecta a la cámara de gases.

 Me separan de ella más de 9 mil kilómetros, y no hay día en que no me despierte pensando que la voy a encontrar en la cama de a lado leyendo un libro, o esperando en la puerta de nuestra recámara, con sus enormes ojos de largas pestañas, a que me despierte para darle de desayunar o ver la tele con ella.

 Es mi hermana, pero a ratos la extraño como si fuera mi hija. No logro hacerla entender por ningún medio el motivo de mi partida, tan lejos de ella. Aun cuando Valentina le deja claro a todo el mundo que tiene el entendimiento de un adulto, esto, en particular, no lo puede entender, y a ratos, en las noches, debo confesar que yo tampoco.

 Ayer vi las fotos de su fiesta de cumpleaños. De toda la familia cantando con ella alrededor del pastel, y vi mi espacio vacío, entre esos rostros sonrientes. Y entonces pensé que sí, que el mundo es un lugar maravilloso, mágico, que se debe conocer para poder morir en paz. Pero que el hogar, que no es una casa, sino un hueco en el corazón de quienes nos aman, es un lugar único e insustituible. Es a donde siempre habría que volver.

 Valentina cumple hoy diez años, y a lo mejor hoy no lo entiende, pero un día lo hará. Un día entenderá que las grandes aventuras requieren de grandes sacrificios, que para volar muy alto, primero hay que dejar el nido, y sólo así es como se puede enseñar a los más pequeños a volar también un día.

 Este es mi regalo para Valentina. Un cuento. Salido de una cabeza que no encuentra inspiración desde hace meses, pero que es capaz de componer todo un relato tan sólo pensando en ella y en sus inteligentes ojos que se comen al mundo a mordidas.

 Ya habrá después más regalos, y más abrazos y más besos, más cosquillas, más sincronizadas de jamón a las 10 de la mañana del domingo, más macarrones con queso, más idas al parque y al cine, y toda, toda una vida juntas recordando aquel primer encuentro en que nos vimos, una en los ojos de la otra, ese día que hacía tanto frío.
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