miércoles, 25 de mayo de 2011

A las palabras...

Justo ahora me acabo de dar cuenta de algo colosal: Yo nací para escribir.

No se trata de pensar que mi prosa es soberbia o que mi estilo es inigualable. Eso, además de falso, sería caer en vanidades sin sentido. Lo que yo quiero decir es mucho más sencillo y fundamental: Yo no podría vivir sin poder escribir. Aún cuando mi narrativa es floja, inacabada; aún si cometo errores y escribo cosas que no trascienden. Hoy me di cuenta de que las palabras fluyen desde mi alma hacia mis dedos y hacia la hoja en blanco, no por inspiración, ni por disciplina, sino por necesidad.

Yo no se expresar lo que existe en mi alma si no lo hago a través de la escritura. Cuando uso mi voz para tratar de explicarlo, me encuentro con una persona enmascarada, prudente, temerosa, distinta a mí. Mi cabeza elabora discursos conmovedores que se convierten en tres frases sin sentido cuando llegan a mi boca. Eso no sucede cuando me siento en silencio, precioso silencio, y lo vierto todo en una página. Mis ideas salen al mundo real convertidas en hermosas y concretas oraciones, florecen frente a mis ojos, dan vueltas, bailan, les crecen alas de mariposa y revolotean encima de mí, son justo como las quiero, ni más ni menos.

Sin embargo, ha pasado mucho tiempo desde la última vez que escribí. Muchas cosas me han sucedido, buenas, malas, tristes, felices, y no he encontrado ni me he dado el tiempo para plasmarlas en papel. Sentí en varias ocasiones la fuerte necesidad de hacerlo, pero no lo hice. Llevada por la rutina y por un nuevo ritmo de vida más demandante. Dejé mis palabras encerradas hasta que no pudieron más y me exigieron salir a jugar un rato.

Ahora las veo frente a mí, bailando otra vez, diciendo justa y exactamente lo que pienso y soy actualmente. Están enojadas conmigo –yo estoy enojada conmigo- por haberlas olvidado de esa forma. Por haber preferido extrañarlas en vez de acudir a ellas. Y más me enoja tener que liberarlas por necesidad. Hoy sentí la tremenda y casi angustiante necesidad de escribir, de sacar todo a gritos de tinta, todo esto que siento y que no entiendo, que no puedo explicarme ni explicarle a nadie. Tuve que sentarme a escribir, casi con lágrimas, pidiéndome perdón por abandonar ese único hogar hecho de letras en el que me siento satisfecha de mí.

Tengo miedo de perderme en la rutina, de convertirme en una cifra, en un horario, en un presupuesto, en un plan. En estos momentos siento como si la persona que escribe y la persona que esta sentada frente al teclado de una oficina gubernamental, cada vez se alejan más una de la otra. Tengo miedo de estarme perdiendo en estos momentos un mundo gigantesco que me está esperando, un millón de historias que están ocurriendo sin que yo me entere, una vida distinta, etérea.

No me siento infeliz en donde estoy, mi trabajo no me agobia, al contrario me satisface, mi realidad es una buena y prometedora realidad. Tengo todo lo que pudiera necesitar, sin embargo hay algo más, no se que es, algo que me falta. Y no es amor, porque a ese lo he pillado hace unos meses, y me ha cambiado el mundo, me ha dado tanto y en tan poco tiempo, me ha regresado la sonrisa al rostro, me ha devuelto el pulso. Dicen que el amor lo es todo, que después de él no hace falta más: ni riquezas, ni poder, ni fama. El amor llena todo a su alrededor como el aire que inunda todos los espacios.

Pero en estos meses que he dejado que el amor, el trabajo, los proyectos y la vida diaria llenaran el espacio que las letras, los ensueños y mis reflexiones ocupaban en mi mundo, me he sentido incompleta, y hasta hoy no me había percatado de ello. Tenía hambre de letras.


Sin ellas no soy nada, no puedo ser nada, yo estoy hecha de palabras, de razonamientos, de frases y de versos. En el mundo de carne y hueso soy diminuta, transparente, a ratos soy gris, insegura y nerviosa, corta de expresión, pequeña, sí, pequeña...No así en mi mundo escrito, donde soy grande, un gigante, profunda como el mar, decidida, convincente, seductora. Quien me mira y me lee no podría creer que yo fui la autora. No porque lo que escriba sea maravilloso o indispensable, sino porque es difícil pensar que una mujer joven –tan joven aún-, consentida por su familia, sin experiencia ni sufrimientos reales, pueda pensar cosas que ni siquiera es capaz de explicar a viva voz sin sentirse intimidada. ¿Cómo podría una hormiga llevar a cuestas un elefante?

Dentro de mi pluma hay una fuerza que transporta tantas cosas que ni yo misma se de dónde vienen, como una varita mágica, convierte a los ratones en corceles, soluciona problemas, cura tristezas, reconforta. La palabra vive en mí, o yo vivo en la palabra. No lo se.

Hoy me reconcilio con esa pluma, porque ella y yo tenemos que ser siempre una. Porque sin ella no sabría como enfrentarme al mundo, no sabría como decir lo que siento, no podría verter ese torrente de ideas y de locuras que me ahoga y me demanda ser liberado.

Yo se que no ganaré un centavo escribiendo, no me interesa cobrar por el privilegio de hacer lo que más amo; se que no voy a ganar premios porque no los ambiciono, que escribo para mí y para nadie más, que mis reflexiones no fueron hechas para un público, para los aplausos. Son sólo pequeños trozos de mi alma, pequeños fragmentos de algo más que no comprendo aún, de algo más que habita dentro de mi, de ese algo que flota por encima de todo y de todos, algo intangible, lo que le da sentido a las cosas. Hoy escribo convencida de que es ahí en las palabras, donde existo de verdad, y no el mundo.
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