Me veo y veo a través de un cristal, todo lo que me rodea. Como el niño hambriento y muerto de frío que mira a los comensales de un restaurante a través de la ventana. Todos cómodos en sus sillas, comiendo papas al horno, pavo envinado, trufas, mazorcas doradas, bebiendo ponche caliente, charlando y riendo entre ellos.
Estoy detrás del cristal de aquel lugar que se llama alegría. Incapaz de asistir al banquete porque llevo una marca en la frente: la del paria, la del exiliado, la del ermitaño. Una marca grabada con hierro candente, que se enrojece y salta cada vez que hago algún ridículo e infructuoso intento de ingresar a una comunidad de personas felices y despreocupadas.
No puedo llegar a ningún sitio diciendo "¡Hola! Yo soy tal, y no me preocupo, sonrío y vengo a disfrutar con todos ustedes". Siempre he de llegar con la misma cautela y temor que la de un gato, acercándome a pequeños pasos, lista para huir a la primera provocación.
Si me encuentro a gusto entonces bajo la guardia, y por unos momentos empiezo a pasarla bien, a reír un poco, a charlar. Pero siempre llega la hora de la Cenicienta. Cuando todos no paran de reír, y ríen más, y yo me doy cuenta de que todo el tiempo estuve actuando, intentando con violencia no tirar la máscara sonriente para que mi marca no fuese percibida por nadie. Y entonces la sonrisa empieza a desgajarse, las bromas dejan de ser divertidas y todo en lo que pienso es en una forma educada y casual de largarme de ahí, de correr mil kilómetros hasta la caverna más alejada, ahí donde Grenouille descubrió un paraíso sin olores. No son ellos, ellos son personas felices, y yo no. Yo nunca he podido serlo de esa manera.
Esto es lo que soy. Sólo me encuentro bien entre los míos. Entre entes solitarios y peculiares como yo. No tengo la habilidad de empezar una conversación, ni tengo una risa agradable, ni tengo una voz seductora o un lenguaje corporal convincente. Tal parece que todo mi cuerpo siempre está tratando de esconder algo. Un pensamiento, una mirada, un gesto. Mis movimientos son torpes, casi intimidados por la mirada de los otros. Mi cara se sonroja, mis ojos se nublan, mis manos tiemblan del esfuerzo enorme que representa para mi el "convivir relajadamente" con los demás. Nunca soy yo, nunca soy esta que escribe. Ni la que duerme y sueña por las noches. Siempre es otra, una que sufre mucho cada vez que tiene que salir a escena.
Hoy pasé un largo día entre conocidos y amigos, estos amigos que tengo en este lugar tan lejano a mi casa. Amigos que a la vez son una especie de familia extendida, lazos creados ante la lejanía del hogar y lo conocido. Y no puedo decir que me haya pasado un mal rato debido a ellos, al contrario, son gente buena que me hace reír y comparten conmigo su tiempo y sus atenciones; pero sí lo puedo decir por mi, porque fue un día entero de buscar algo qué decir, de fingir una carcajada (ya se me olvidó la última vez que tuve un ataque de risa auténtica), de evitar miradas fijas, de pedirle al cielo no sonrojarme al hablar, de intentar ser espontánea, de cuidar las formas y sobretodo, de aguantar un poco más cuando la niña detrás de la máscara me suplicaba por lo bajito "ya vámonos de aquí, este no es nuestro lugar".
Qué triste es no poder sentirse a gusto, en un lugar que lo tiene todo para que así fuese. Pero no es el lugar, ni la gente, ni la circunstancia, soy yo. Yo y esta melancolía. Este suspiro sostenido que no termina de ser, y que me hace quien soy. No puedo cambiar, no puedo decir "sí se puede" y meterle maquillaje al alma o reforzar con vigas de madera la personalidad. No puedo obligarme a ser una mujer que no soy, una mujer coqueta y despreocupada, una mujer bromista y parlanchina. La mayor parte del tiempo me gustaría estar sólo con mi familia, con esos locos como yo, que me entienden y me quieren así como soy, así tan defectuosa.
La melancolía y yo tenemos que aprender a vivir juntas. Tengo que dejar de fingir, de actuar, de esconderme detrás de una fachada de Potemkin. Yo soy de Cuévano, de Macondo, de Comala. Desearía poder cocinar codornices con pétalos de rosa que levantaran las pasiones, o trabajar en un escritorio público haciendo únicamente cartas de amor para los enamorados, escribir diez radionovelas a la vez y luego confundir los personajes, vivir en un agujero en la Comarca, ser una famosa asesina que en realidad tiene el corazón roto y una flor de lis grabada en el hombro izquierdo, o amar tan profundamente a un hombre hasta el punto de lanzarme a las vías de un tren en un rapto de desesperación.
Yo soy esto, nada más... tan joven y tan vieja, una esponja sin dueño, un silbido buscando, un miembro de la Corte de los Milagros, polvo en el viento... éstas ruinas que ves.