lunes, 19 de agosto de 2013

Un día iré a las highlands para no volver jamás


Regreso al Caldero

La Bruja volvió con la escoba rota, los huesos molidos, los ojos cansados y encontró su caldero vacío. Se fue por mucho tiempo de viaje, cuando aún su escoba tenía cerdas fuertes, sus suelas estaban nuevas y su magia era muy poderosa. Se fue a lugares lejanos, o quizá no tan lejanos, pero sí lugares nuevos. Tenía ganas de conocer a más personas, de hacer incluso amigos. Durante mucho tiempo viajó de pueblo en pueblo, vendiendo amuletos para alejar el mal, perfumes para atraer el amor, y ungüentos contra las picaduras de insectos. Aprendió muchas cosas, se hizo un poco más sabia con todo lo que vivió. Pero en sus viajes se dio cuenta de que no importaba a dónde fuera, ni las vidas que salvara con sus brebajes, todos los pueblerinos desconfiaban de ella, le tenían miedo. Los hombres nobles la acogían en sus casas, la rodeaban de comodidades pero jamás la invitaban a compartir la cena en sus mesas, jamás la llamaban por su nombre, jamás la miraban a los ojos. Y aunque su travesía aún no terminaba, decidió hacer un alto en el camino, y emprender el regreso, una vez más, hasta su choza, ahí donde su caldero la esperaba, arrumbado en un rincón, cubierto por telarañas. ¿Por qué regresó la bruja? Bueno, eso es muy simple. Ella regresó a recuperar su magia. Verán, durante mucho tiempo ella tuvo una ilusión. En sus viajes conoció a un rey sabio, que vivía en lo alto de una montaña. El rey la invitó a quedarse un tiempo con él pues se dio cuenta de que sólo ella podía hablarle de las estrellas que él tanto observaba. Y con el tiempo, después de largas charlas sobre los astros y el universo, el rey le robó el corazón a la bruja. La hizo sentir tan especial, que creyó que quizá con la fuerza de ese amor podría dejar de ser una bruja, transformarse en doncella, y ser feliz a su lado. Pero lo que esta bruja no esperaba, lo que ella nunca pudo ver o quizá no quiso, era que aquel no era un rey, sino un hechicero, un mago solitario que se escondía en una fachada de noble para no ser molestado por la turba, un hombre que la amó pero jamás compartió sus secretos más especiales con ella, que vivía para la contemplación de sus estrellas, que estaba más enamorado de ellas, del cielo, de lo intangible, y que finalmente la abandonó a su suerte. Fue en ese momento, después de muchas muchas lunas de llorar a su amor imposible, que la bruja se dio cuenta de que su magia se había agotado, que su escoba ya no volaba, que había perdido su contacto con lo divino. Sus ojos habían dejado de ver en la oscuridad, sus rizos ya no serpenteaban alrededor de su cabeza, su voz ya no recordaba las canciones de cuna en lenguas antiguas que solía cantarle a los niños por la noche para provocarles pesadillas. La magia se había ido, porque su obsesión la había consumido. Ya casi no quedaba nada de la bruja, y cada vez más de la mujer ordinaria se asomaba en su semblante. Decidió regresar a su choza, viajando por las montañas y los mares. Regresó a pie hasta su hogar, apartado del mundo, escondido de los ojos de los mortales, en lo más profundo de un valle, rodeado del verde bosque, del canto de los grillos y las lechuzas. Regresó y lo encontró todo ahí donde lo había dejado, pero se sentía como una extraña en aquel sitio. Lo comprobó cuando se miró en el reflejo del viejo pozo que tenía junto a su choza. Su cara había cambiado, sus ojos no brillaban, su cabello era liso y opaco, y lo llevaba recogido en un caracol, como las mujeres de los pueblos. Su ropa, una túnica color marrón, comprada tiempo atrás en algún mercado, no tenía largos tules de colores ni bolsillos donde ocultar las ranas y los canarios. Todo en ella era diferente a como alguna vez había sido. O casi todo... Tomó su caldero de entre las sombras y lo limpió cuidadosamente, como se asea a un recién nacido, con cuidado y cariño. Esa tarde la pasó en el bosque juntando raíces, hongos, e insectos. Cazó un par de conejos, una culebra y dos arañas. Le sorprendió darse cuenta de qué fácil lo había conseguido, de que aún no olvidaba como vivir en el bosque. Sacó con mucho trabajo su viejo libro de hechizos, que había dejado oculto dentro del tronco de un árbol, y que ahora estaba atrapado entre enredaderas y musgos. Al abrirlo comprobó con alivio que la magia que había en él lo había salvado de arruinarse con el tiempo y el clima. Comenzó pues la cocción de muchos ingredientes dentro de su caldero. Al principio no estaba muy segura de lo que estaba haciendo, pero poco a poco la poción comenzó a tomar forma. Vivos colores comenzaron a salir del caldero, y un olor agradable inundó la habitación. Su magia había regresado, estaba ahí, como si nunca se hubiera marchado. Juntó su poción en un frasco y la enfrió a la luz de la luna. Mientras esperaba recordó todos sus viajes, todas sus aventuras... Recordaba todo como un sueño, sólo fragmentos borrosos y confusos, se alegraba de estar ya muy lejos y a salvo del mundo, de la crueldad de los hombres. Cuando la poción estuvo lista se acercó a la ventana y le sonrió a la luna. ¡Cuántas lunas había perdido por estar encerrada en castillos fabricando remedios contra la comezón!. ¡Cuántos Fuegos de San Juan había olvidado por ayudar al mago a contar estrellas en el cielo!. Entonces tomó el frasco y bebió la poción. Era dulce, como néctar. Y al instante pudo sentir calor en todo el cuerpo, vida como nunca antes. Abrió los ojos y la luna seguía ahí alumbrando el bosque. Dentro de su choza aún brillaba el fuego de la chimenea donde había dejado el caldero. Pero eso no era lo único que brillaba. En el reflejo de la ventana pudo ver dos destellos brillantes como carbones verdes encendidos, eran sus ojos que le devolvían la imagen de la que antes fue. Su cabello ensortijado y rojo se balanceba traviesamente cosquilleándole las mejillas, su piel de nuevo era gris y tersa, sus labios carmín tenían vida otra vez. Se vistió con su ropa de antes y salió de su choza. Ya no había temor, el bosque le daba la bienvenida. Los animales murmuraban contentos y algunos gatos y lechuzas se acercaron tímidamente. Tomó su escoba y la agitó. De golpe todas las ramas rotas cayeron al suelo y nuevas ramitas empezaron a crecer hasta que la escoba estuvo de nuevo lista. Se subió en ella, y esa fue la última vez que volvió a pensar en los hombres de los pueblos, en los reyes y en aquel mago contador de estrellas. Dio una patada en el suelo y se elevó, liberada por el viento de la noche. Subió más y más hasta que superó las copas de los árboles, y dando una siniestra carcajada que estremecería de pavor hasta al hombre más valiente, voló por los aires, de nuevo sola, de nuevo bruja, para siempre bruja, pero para siempre feliz.
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